sábado, 26 de octubre de 2013

Los dos mismos días



Una extraña sensación a olvido se posesionó de sus pensamientos, no sabia como había podido suceder, las imágenes pasaban velozmente como un recordatorio de su vida pasada, pero muchas de ellas, con un amargo sabor a pregunta. De  pronto, un olor a tierra fresca que provenía de los jardines de la mansión, invadió la habitación en un breve instante, era un olor turbio, pero agradable, confundiéndose con los majestuosos olores de las rosas y el inconfundible olor a palo santo.

Fernando López, de buenos modales y refinado gustos, escritor solitario y  nocturno, escribía desde las seis y media de la tarde hasta pasado las doce de la noche, tratando de terminar, esa novela del cual él, familia y allegado iban a sentirse orgullosos; se esforzaba tanto, que solo claudicaba de escribir, cuando su forzada vista le pidiera el favor de un descanso.

Había despertado de su profundo sueño, en su acostumbrada mecedora de cedro, herencia de su padre. Todas las madrugadas, poco antes del amanecer, Fernando tenía la costumbre de levantarse de su inmensa cama de estilo colonial, para tomar reposo en la mecedora de su difunto padre, y con el leve movimiento de esta, ver la tenue luz vespertina.


Esa mañana, como todas, el solitario escritor aún en ropas de dormir, puso a hervir el agua, para terminar la modorra con una pequeña taza de café, dos cucharadas minúsculas de azúcar y una pizca de sal para quitar el sabor  amargo, propio de un café negro, sentado en la pequeña mesa de cocina, aliviaba el malestar vespertino con pequeños sorbos del exquisito liquido oscuro.

Como de costumbre, a media taza de café, Fernando caminaba por todos los interiores de la mansión, como supervisando los resultados de algún cambio de las cosas del día anterior, todo parecía en orden, los muebles, adornos, cuadros, pequeñas esculturas adornando las esquinas de la habitación principal, alfombras, y todos los detalles que una buena mansión debería tener.

La habitación del comedor siempre estaba adornaba con candelabros centrales en la mesa de fino pino, al igual que una vajilla extra de platos, cubiertos, copas, por si llegara alguna visita inesperada;  una vez terminada toda la supervisión del lugar, en el último rincón de la gran mansión, su pequeña, pero intima habitación de escritura, la cual estaba conformada por una mesa de metal forjado, encima de ella, una maquina de escribir de teclados amplios, herencia de su madre, muchas hojas de papel, variedad de lápices, borradores además de una pequeña lámpara, al lado de la mesa de metal una cómoda silla de escritura, todo este conjunto reposaba sobre una antigua alfombra roja percudida.

Entro en la habitación sin mayor preocupación, sabía que todo lo encontraría en su propio orden respectivo, pero al prender a tientas, tropezando con casi todo, la pequeña lámpara de luz, encontró donde correspondía la máquina de escribir y todo lo demás, un reposo vacio.

Un robo por la noche fue lo primero que dedujo, pero repasando en su memoria toda la inspección que acababa de realizar, no faltaba nada. Pasado el asombro y sus deducciones lógicas, realizo el recorrido otra vez, desde el punto final de su cuarto de escritura, para confirmar que no había sido producto de un robo nocturno, y más bien, de una muy mala broma de su ama de casa, que con el afán de limpiar, había dejado todas las cosas en otro cuarto, del cual él no sabía, y por tal razón, era el motivo de inspección diaria.

Busco por todas las habitaciones de la gran mansión; a su ama de casa, y con suerte, encontrar sus cosas faltantes, sin resultados óptimos, pero con suficiente afán, paso casi medio día buscándola por toda la mansión, en las treinta habitaciones, desde la más pequeña, hasta la majestuosa; exhausto, decidió tomar un reposo en su antigua cama, quedando profundamente dormido.

Despertó con un leve sobresalto, volvió a sentir esa extraña sensación a olvido…, volvió a tomar esa misma taza de café...., volvió hacer el mismo recorrido, pero esta vez, sentido contrario, encontró todo lo que faltaba en su habitación de escritura, quiso recordar lo que había sucedido, pero no pudo hacerlo, encontró en la máquina de escribir una hoja de papel redactada hasta la mitad, con el propósito de continuar con el ruido del pesado teclado, y así lo realizo; ya cansado, a la misma media noche, volvió a sus aposentos para el descanso respectivo.

Como todas las noches, volvió a levantarse de su inmensa cama de estilo colonial para volver a tomar reposo en la mecedora de su difunto padre, y con el leve movimiento de esta, ver la tenue luz vespertina; volvió a tomar esa misma taza de café; volvió hacer el mismo recorrido, y no volvió a encontrar las cosas de su cuarto de escritura.

Fernando López, escritor solitario y  nocturno venía realizando las mismas acciones de estos dos últimos días, desde hace trescientos años, y tratando de terminar esa novela sin fin, que iba hacer el orgullo de todos, y buscando a su ama de casa, que si había movido las cosas para la limpieza de tal habitación, pero de la sangre de Fernando que emano de su cabeza, gracias al tropiezo y fuerte golpe que se dio contra su propia máquina de escribir, tratando de encender esa misma lámpara que brindaba esa pequeña luz.

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