domingo, 27 de octubre de 2013

El tercer velorio



El invierno de ese año llego con mucha premura, los días eran muchos más cortos, cada vez que pasaba el transcurrir de esos cuatro meses húmedos y fríos. El cielo oscuro, pero enternecedor, llegaba a muy temprana hora con esos pocos destellos de estrellas en el firmamento, que muchas  veces daban ganas de contarlas. Las pequeñas luces de cada una de las casas suburbanas del barrio de San Jerónimo se encendían llegando las cinco de la tarde en punto, por el oscurecer del cielo a un negro azabache.

El barrio era pequeño en su estructura, solamente siete casas de cada lado conformaban ese pequeño pasaje de muy estrecho corredizo entre casa y casa, cada de una de ellas tenia diferente forma en sus fachadas: algunas tenían como entrada un pequeño sardinel de flores amarillas, otras pequeñas rejas de madera que daban la sensación de pequeñas casas de juguetes y otras mas aventuradas, habían adelantado toda la fachada, puertas y ventanas hasta el limite permito por la municipalidad del distrito, una de estas casa era de Doña Rosa.

Todas las viviendas, con sus respectivas familias, contaban con una historia diferente, pero también cada una de ellas sabía la historia de la otra, los Ramírez sabían la historia de los Gonzáles y estos sabían la historia de los Castillo, y así continuaba la cadena del cual todos sabían de todos.

Doña Rosa Vda. De Velazquez, había quedado sin marido hace tres inviernos pasados, a la edad de sesenta y cinco años,  la mayoría de sus hijos vivían en el extranjero, y solo la menor de los siete se había quedado a vivir con ella, más por falta de dinero para poder alquilar una pequeña habitación, que por amor maternal.


Rosita, como la conocían en el barrio de San Jerónimo, era de un carácter muy particular, trataba de ser compañera con todos sus vecinos, pero la mayoría ya conocía las malas artes de la lengua viperina de “Rosita”, de piel tersa como la porcelana, pereciera que los años por ella no hubieran pasado, y se rejuveneció más aún, cuando murió su marido; ahora tenia toda la libertad de estar horas de hora mirando por la ventana, hacia la estrecha calle de su barrio, para ver quien pasaba, o que sucedía, a cada hora del día, para poder saber que nuevo chisme podía contar al día siguiente en el aquelarre mañanero que organizaba Juana, ya que esta compartía, pero en menos perseverancia, los oficios de Rosita.

Un domingo cualquiera, la familia Rodríguez, de una educación conservadora puritana, había recibido la terrible noticia, de que su pequeña hija de quince años, había quedado embarazada de unos de los chicos del barrio, joven el cual, no tenía la reputación deseada por los padres de Patricia, la noticia se corrió como la pólvora, los Rodríguez no pudieron ocultar más tan desagradable evento familiar. La pequeña sumida en su depresión, decidió no salir de casa, por la vergüenza comunal que había desatado su inesperado estado.

Muchos comentaron la noticia por casi dos semanas, era la comidilla del chismorreo mañanero en la casa de Juana; de que si el chico era un perdido, de mal vivir, o la chica desde los cuantos años le habría abierto las piernas al muchacho, y miles de conjeturas, gracias a la imaginación de “las chicas del barrio”.

Justamente casi terminando las dos semanas del tema: “La barriga de Patricia”,  Doña Rosa llego con la noticia recién salida del horno: — “el hijo que espera  la hija de Los Rodríguez no es de “Pepucho”, si no de Don Gonzalo Rodríguez, de su propio padre” —, la algarabía del chismorreo se puso a flor de piel, en menos de dos minutos, ya todo el vecindario lo sabia, la noticia paso los limites de San Jerónimo, y los demás barrios ya había sentenciado a Don Gonzalo, sin saber realmente de donde provino la fuente de tal injuria, solo atinaron a creer a la reina de la noticias trémulas, Doña Rosa, aunque muchos no creyeron tal cosa, pero el plato ya estaba servido, caliente y muy sabroso para rechazarlo.

La familia Rodríguez, sumergidos en la depresión por los dimes y diretes de sus propios vecinos, se encerraron en sus aposentos por varios días, nadie sabia de la familia manchada por la desgracia del incesto, el padre abrumado por la vergüenza, sabiendo que eran mentiras todas las habladurías, pero que nadie le creería, decidió un día inclaustrarse en su estudio, con ordenes de  — ¡no molestar! —, tomo de la gaveta de su escritorio las ultimas veinte pastillas que le recomendó su medico de cabecera para su descanso por la noches, y tomarse todas, en un solo sorbo.

Esa misma noche, Patricia Rodríguez, la única heredera, en el secreto mas absoluto, tomo la decisión de hacer la vida a su manera, solo Doña Rosa, gracias a su vigilancia nocturna a través de la ventana media abierta, para que nadie pueda ver su silenciosa y perseverante profesión lo supo; decidió fugarse entre las penumbras del cielo oscuro con su barriga de un mes, junto a José del Río, Pepucho, su verdadero amor desde los cinco años de edad. A la mañana siguiente, ya era hora de darle a la niña el desayuno en la cama por el bien de su estado, pero la madre nunca supo, ni como, ni cuando, ni con quien se fue, hasta ese mismo día por la tarde que Rosita, muy suelta de huesos, le dijo:

Tu hija salió agazapada, huyendo por la noche con en el tal muchacho ese, seguramente a seguir revolcándose, quien sabe donde.

Luisa Rodríguez, Luchita, regreso desesperada a su vivienda en busca del hombre de la casa, toco fuertemente el despacho de Gonzalo, pero nadie contestaba, desesperada ella, tomo un cuchillo de cocina para forzar la cerradura, y cuando logro abrir la pesada puerta de madera, lo único que pudo encontrar fue a su marido sobre el sillón de cuero, desparramado y botando espuma por la boca, gracias a las muchas pastillas que se hallaban en su estomago. Luchita se acerco al escritorio muy lentamente, tratando como de no despertar a su marido de ese profundo sueño, aunque sabia que ese cuerpo inerte ya estaba sin vida, abrió la otra gaveta del escritorio muy suavemente, aún viendo a su marido con el rabillo del ojo,  tomo el revolver, y se disparo a la altura de la cien, cayendo sobre su ya frío esposo.

Las pompas fúnebres no se hicieron esperar, el barrio entero y los aledaños, asistieron a tan lamentable tragedia, ese día oscureció mucho mas temprano que de costumbre, las bombillas de las casas se encendieron justamente a la tres de la tarde, como dando la despedida a los esposos Rodríguez.

De la única heredera nunca se supo, Ya muchos años después por la hija de Doña Rosa, se supo que Patricia Rodríguez había abortado el hijo por complicaciones en el parto y que Pepucho había hecho su vida con otra mujer, y ella se ganaba la vida haciendo felices algunos clientes de paso, Aunque después se confirmo que Patricia Rodríguez del Río había tenido una hermosa niña, con los ojos de la abuela materna, el cabello ensortijado del abuelo paterno y la sonrisa picara de ella, y que estaba felizmente casada con el amor de su vida, el cual amo desde su niñez.

Después del velorio, el entierro, y de los muchos comentarios, más que maliciosos que se dieron durante todo el cortejo fúnebre, el barrio de San Jerónimo volvió a tomar  su vida rutinaria. Doña Rosa siempre en su ventana por las noches, cumplía el buen propósito de espiar a cuanta gente pasara,  para que al día siguiente llenara el barrio de su habitual chismorreo.

Dos semanas después, hubo otro velorio, el más antiguo de los Castillo, había fallecido de un paro cardíaco, a la edad de setenta años, según el testado medico, pero Doña Rosa tenía la buena fuente, de que Don Alberto Castillo, había fallecido de tal enfermedad, pero por la deliciosa faena que se dio con una jovenzuela de veinte años, en su propia cama matrimonial, en la ausencia de la esposa.

Según leyendas urbanas, son tres los velorios que deberían suceder para poder parar la mala suerte de muertos venideros.

Casi llegando el final de ese invierno, Vda. De Velazquez, se encontraba reposada en su acostumbrada ventana por la noche, viendo el panorama nocturno de San Jerónimo, llegose las doce de la noche, cuando vio asomarse por una de la esquinas del barrio, un particular cortejo fúnebre, ella pensó. — Por fin el tercer muerto —,  La caja mortuoria era de un cristal rojizo, que se podía distinguir muy claramente a la difunta vestida con su mejor indumentaria de gala, aunque Rosita no reconoció quien era. El cortejo estaba acompañado por personas totalmente vestidas de negro y encapuchados, que iban con lamentos y murmullos con tonadas de llanto detrás del féretro.

Eran tres, con enormes cirios en las manos que guiaban el cortejo fúnebre, Rosa por no perderse los detalles de tal escena, abrió casi el total de la ventana, y cuando viendo pasar el cortejo por delante de su casa, toda la espantosa escena se detuvo en un solo acto, una de las tres personas encapuchadas, rompió la fila, y con el enrome cirio en la mano, se acerco a la ventana de Doña Rosa, ella perpleja ante tal suceso, quiso cerrar la ventana, pero la codicia de tener algo que contar al día siguiente en la reunión de “comadres”, dejo que todo pasara.

El enorme cirio fue entregado a Rosita, ella solo atino a recibirlo, y ver como el mensajero regresaba a la fila para continuar con el cortejo, ella volvió la vista al cirio que se hallaba en su maño izquierda y en vez de ello, hayo un hueso de la canilla de una pierna aún con pequeños vestigios de tendones y sangre, fue cuando se escucho un golpe seco contra el suelo; María Velazquez,  salio corriendo de la habitación para saber que sucedía, pero al llegar a la sala principal, solo encontró el cirio en el suelo aún encendido y la ventana de la sala que daba a la calle, entre abierta, grito varias veces el nombre de la madre para encontrar su paradero dentro de la casa, pero no obtuvo respuesta,  María se acerco a la ventana por los ruidosos lamentos que provenían de la calle, y vio pasar el cortejo fúnebre, reconociendo a las tres personas que guiaban la tétrica escena, Don Alberto Castillo, Don Gonzalo Rodríguez y Luchita de Rodríguez, en el féretro iba … Doña Rosa Vda. De Velazquez, su madre, María atino a  cerrar la ventana y persianas, apago el cirio del suelo con un fuerte soplido y se fue a dormir profundamente, como nunca antes lo había hecho.

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